Hoy, me gustaría compartir con vosotros en este blog un cuento corto que escribí hace algún tiempo.
Se llama Los ojos llenos de lágrimas.
No es una historia romántica, sino que se trata de una historia más bien dramática. Es más bien cortita.
Cuenta la historia de una mujer que ejerce como prostituta en un saloon y los recuerdos amargos que la acompañan.
Es una historia más bien triste, pero, aún así, espero que os guste.
LOS OJOS LLENOS DE LÁGRIMAS
Corría un rumor acerca de Debbie: que era la
esposa de un noble. Pero nadie se la creía porque la propia Debbie la contaba
estando borracha. Henry Mackenzie era el hermano de Kimberly. Visitaba con
frecuencia el saloon. Estaba casado.
De momento, no tenía hijos. Sin embargo, se sentía atraído por Debbie. Le daba
pena ver cuán bajo podía llegar a caer un ser humano. De haber querido ella, la
habría ayudado. Si había perdido el juicio a raíz de la muerte de su marido y
de su hijo, el alcohol la ayudaba a volverse cada día un poco más loca. Debbie
inspiraba lástima y compasión.
El saloon tardó mucho tiempo en tener aceptación. Debbie esperaba que el boca a boca sirviera para atraer a la clientela. Pero sólo atrajo a prostitutas que buscaban una madame. A pesar de que el local era un burdel, Debbie no quería tratar con ellas. Su trabajo se limitaba a servir cervezas y otras bebidas alcohólicas los clientes. Ellos la animaban a beber y a brindar por estupideces. No sabían que, en secreto, Debbie podía llegar a beber entre tres y ocho grandes jarras de cerveza. Siempre fue una mujer dotada de una belleza espectacular, pero su rostro se fue poco a poco amargando. Desapareció el brillo travieso de sus ojos color topacio para dar paso a una triste mirada. Era la rara noche en la noche en la que no terminaba borracha, vomitando sobre algún cliente que la abofeteaba o durmiendo medio desnuda encima de una mesa. Teniendo en cuenta que había estado casada con un conde, su situación actual la deprimía. Lo que más asco le daba era la posibilidad de acabar como una de ellas; antes, prefería arrojarse al Támesis que vender su cuerpo. El Támesis…Londres…¡Dios! ¡Cómo lo echaba de menos! Su ciudad…Su país…
Henry
había intentado hablar con ella en más de una ocasión. Pero Debbie huía de él
como de la peste. De vez en cuando, la mujer entablaba relaciones con hombres
que no le convenían. Zack Allan era el último de una larga serie de canallas
que habían pasado por su vida. A Henry le recordaba mucho a su hermana
Kimberly.
Pensaba
en el pasado. Debbie no estaba loca por el dolor y la pena. Los tiempos en los
que aún no se emborrachaba hasta perder
el conocimiento ni permitía que un hombre la maltratase.
Le habría gustado ser
más mayor que ella. Haber viajado a Londres. Haberla conocido en el esplendor
de su belleza. Haber hablado con ella. Debbie no estaba loca. Sólo era una
mujer destrozada. Una mujer que no era feliz. Pero no era culpa de ella. La
culpa la tenía la vida. Los demás…Alguien…Zack…Henry no lo sabía a ciencia
cierta.El saloon tardó mucho tiempo en tener aceptación. Debbie esperaba que el boca a boca sirviera para atraer a la clientela. Pero sólo atrajo a prostitutas que buscaban una madame. A pesar de que el local era un burdel, Debbie no quería tratar con ellas. Su trabajo se limitaba a servir cervezas y otras bebidas alcohólicas los clientes. Ellos la animaban a beber y a brindar por estupideces. No sabían que, en secreto, Debbie podía llegar a beber entre tres y ocho grandes jarras de cerveza. Siempre fue una mujer dotada de una belleza espectacular, pero su rostro se fue poco a poco amargando. Desapareció el brillo travieso de sus ojos color topacio para dar paso a una triste mirada. Era la rara noche en la noche en la que no terminaba borracha, vomitando sobre algún cliente que la abofeteaba o durmiendo medio desnuda encima de una mesa. Teniendo en cuenta que había estado casada con un conde, su situación actual la deprimía. Lo que más asco le daba era la posibilidad de acabar como una de ellas; antes, prefería arrojarse al Támesis que vender su cuerpo. El Támesis…Londres…¡Dios! ¡Cómo lo echaba de menos! Su ciudad…Su país…
Había
creado el local con la esperanza de ganar dinero sin tener que mendigar, robar
o convertirse en una puta. No era gente rica la que iba por el saloon, sino más bien rateros y
trabajadores con ganas de gastar el dinero ganado en bebidas y en putas. Era el
polo opuesto a los locales a los que estaba acostumbrada a estar Debbie, pero
no tenía dinero suficiente como para hacerlo más elegante. Le tocaba abrirlo
todas las noches a las seis y media y cerrarlo todas las mañanas a las doce y
cuarto, que era cuando terminaba de limpiarlo.
Debbie
vivía en una habitación alquilada encima del saloon. Odiaba aquella habitación. Y odiaba vivir allí.
Cuando decía que
era condesa, los pocos clientes del saloon
se reían de ella.
Aún
recordaba el breve período de tiempo que estuvo casada y lo mucho que amaba a
su esposo. Habían sido muy felices y ella estaba segura de que él la amaba
también.
Al
mirarse en los charcos de agua (pues no tenía espejos en su habitación), Debbie
descubría una imagen de ella que le hacía daño: la imagen de una mujer de
veintiocho años fea y amargada. Aún era joven, se decía. Sin embargo, en su
fuero interno, Debbie tenía la sensación de haber vivido más de cien años y, a
veces, se sorprendía así misma suplicándole a Dios que la llevara consigo. Su
marido opinaba, antes de que se decidiera a pedir su mano, que tenía un
temperamento un tanto descontrolado. No conocía el límite a la hora de actuar
de cualquier manera. Su cabello castaño había perdido todo su brillo. No hacía
mucho, tuvo la excusa perfecta para beber hasta perder el sentido cuando
descubrió una hebra gris en su cabello, una señal inequívoca de que se estaba
haciendo vieja. Sus ojos de color topacio, de forma almendrada y coronados por
largas pestañas, ya no eran vivaces ni traviesos, sino tristes y apagados. Su
cintura de avispa se había ensanchado un poco tras quedarse embarazada y dar a
luz a su hijito. Era estrecha de caderas, lo cual había dificultado el parto,
pero se recuperó bien del mismo. Su boca había perdido su sonrisa y su
expresividad. Lo único que conservaba de la vieja Debbie era la nariz
respingona. Sin embargo, no estaba gorda porque la penuria en la que vivía la
hacía pasar muchas veces hambre y era raro el día en el que comía poco y se
saltaba una o dos comidas.
Antiguamente,
Debbie usaba con mucha frecuencia y cierta gracia y desenvoltura elegantes
vestidos tan escotados que le dejaban fuera los pezones. Ahora, sólo usaba
vestidos que tuvieran el cuello cerrado, pues se moría de vergüenza cada vez
que se enfrentaba a los clientes. ¡Y no digamos si iba escotada! Aún era
hermosa y deseable a los ojos de cualquier hombre, pero Debbie no quería saber
nada del género masculino, ni aún cuando estaba tan necesitada de dinero. El
único hombre que había amado yacía muerto en algún lugar de sus antiguos
dominios, los cuales, al no tener familia, habían pasado a manos de la Corona. Siempre había sido
testaruda y valiente a la hora de enfrentarse a cualquier situación, pero toda
su pasión por la vida, todo su ímpetu habían sido sepultados bajo un alud de
tristeza y cobardía. Conocía a mucha gente que podía ayudarla. De hecho, fue a
pedir ayuda a sus conocidos, pero ninguno quiso ayudarla. Fue entonces cuando Debbie
se sumió en una profunda depresión de la que no había salido.
Su
desesperación había aumentado cuando supo que Nicole, que siempre tuvo un
fuerte sentido del decoro, se había acostado con una docena de hombres a cambio
de dinero para pagar el alquiler de la habitación. Había sido la guinda del
pastel. A pesar de sus diferencias, Debbie adoraba a su prima y se le partió el
corazón al saber que se acostaba con hombres a cambio de dinero. Nicole le
había dicho que no era prostituta, pues sólo lo hacía de vez en cuando. Era
atractiva y sabía cómo atraer a los hombres cuando le convenía. Lo hacía de vez
en cuando y ponía la excusa de que lo hacía sólo cuando necesitaba el dinero
con desesperación. La miseria había despertado en Nicole un feroz instinto de
supervivencia y una astucia pícara que la ayudaba a salir adelante. Debbie fue
testigo de la transformación de Nicole en una joven decidida y temeraria, capaz
de matar llegado el caso con tal de no morirse de hambre, aunque lo estuviera
lamentando el resto de su vida. Había usado la inteligencia para sobrevivir de
una manera que le parecía indigna a Debbie y sólo se ponía seria a la hora de
exigir a sus clientes que se pusieran preservativos hechos con tripas de
cordero. Nicole, para disgusto de Debbie, había perdido buena parte de sus
buenos modales. No se cortaba nada a la hora de decir tacos o eructar. Para
atraer a posibles clientes, Nicole usaba como nombre de guerra su verdadero
nombre y decía que, además de tener nombre de emperatriz romana, había aprendido
de Mesalina[1] . La humillación final
para Debbie llegaba cuando Nicole le entregaba la mitad del dinero que ganaba
por acostarse con alguien para sufragar sus gastos en comprar comida y ropa y
pagar el alquiler. Le repugnaba la idea de imaginar a un hombre follándose a su
prima, mientras ésta se dejaba, con la mente puesta en otra parte, fingiendo
tener un orgasmo sólo por darle gusto. Debbie no sabía lo que era tener un
orgasmo. Había intentado ser una mujer sensual, pero su marido jamás le había
proporcionado placer.
Por
supuesto, este dato jamás se lo había confesado a su marido, no sólo porque le
daba vergüenza, sino porque temía su reacción al ver su orgullo herido, si bien
él hacía poco por satisfacerla en el terreno sexual. Si bien, hubo un tiempo en
que se vio tentada por dos atractivos caballeros a olvidar sus votos
matrimoniales, Debbie supo mantenerse en su sitio. Era salvaje y apasionada en
la vida, sí, lo admitía, pero en la cama, era fría; su primera vez fue
dolorosa, sangró mucho y tuvo lugar en un lugar nada apropiado para esa clase
de encuentros. Además, tampoco quiso hacerlo, pero dejó hacer a su entonces
prometido con expresión despavorida. En cierto modo, Debbie le tenía pánico al
sexo. Jamás se negó a acostarse con su esposo, pero rezaba todas las noches
para que él no fuera a buscarla. Fingía pasión para no despertar su ira, pero
lo que quería de veras era que todo aquello terminase lo antes posible.
Aquello
no era vida, se repetía una y otra vez Debbie. Pensaba que era un sueño, un mal
sueño. Pronto, despertaría y estaría de nuevo en la cama, con Harry. Tendrían a
su pequeño y a la hija de él a su lado. Habían pasado tres años, pero Debbie se
aferraba con desesperación a la idea de que estaba soñando y que no tardaría en
despertar. No quería afrontar la realidad porque le era demasiado dolorosa.
-Odio este local-pensaba Debbie, refiriéndose
al saloon. Recordaba el Club para
Damas que fundó en Londres. Había sido una idea divertida. ¿Qué dirían sus
viejas amigas de verla en aquella situación? Se escandalizarían. Y la
repudiarían. La sociedad funcionaba de aquel modo-Odio ver a mi prima Nicole
convertida en una ramera sin modales. Odio enfrentarme a gentuza todas las
noches. ¡Odio esta vida!
Sin
embargo, lo que más destrozaba el corazón de la muchacha era contemplar a las
mujeres que paseaban con su carrito de bebé, independientemente de si eran la
madre o la niñera del mismo; le traía a la memoria recuerdos de su querido
hijito al que seguía llorando todas las noches. Si hubiese vivido algo de la
vieja Debbie en su interior, habría salido a buscar a los asesinos de su marido
y de su hijo. Sabía disparar y, aunque le habría llevado su tiempo, se habría
vengado de ellos. Sin embargo, no tenía fuerzas para nada y su vida se limitaba
a beber, a llorar y a resignarse.
Tarde
o temprano, tendría que adaptar su moda de hablar a la de la gente que la
rodeaba porque llamaba demasiado la atención; estaba segura de que los asesinos
de su marido jamás irían a buscarla porque sólo habían sobrevivido tres mujeres
y una niña, por lo que ya no constituían amenaza alguna.
Hubo un tiempo en el que el carácter
derrochador de sus padres y de su único forzó a Debbie a vivir en una casita
que, si bien tenía todo lo necesario para hacer de ella un lugar habitable y
cómodo, le parecía demasiado pequeña, pero la prefería antes que a su actual
residencia con goteras. Y con ruidos de fondo en las habitaciones contiguas…
Antes, tenía un
diario en donde escribía lo ocurrido durante el día y cómo se sentía, pero ya no
tenía ni papel ni pluma, por lo que no podía escribir. Por las noches, cuando
dormía en su casa, Debbie sufría todo tipos de pesadillas de las que se
despertaba gritando. En todas las pesadillas se repetía la misma escena; una
escena que Debbie, en su delirio, asociaba a aquella noche de horror, pero que
nunca había tenido lugar. Los asesinos se colaban en su casa y ella intentaba
huir, con su niño en brazos, pero uno de ellos la alcanzó y la golpeó varias
veces hasta que la tiró al suelo; le arrancaba al bebé de los brazos y, con
gran saña y sin atender a sus súplicas, lo apuñalaba hasta la muerte, ante su
mirada horrorizada.
No tenía nada que vender, pues
todos los vestidos y la gran mayoría de las joyas se quedaron en la casa.
Nicole fue la que se encargó de empeñar las pocas joyas que llevaban encima para poder
comprarse algo de ropa y comida y conseguir un techo donde cobijarse. Debbie
estaba en shock desde que huyeran de la casa de su marido y no era capaz de
pensar por sí misma.
Lo único que sabía era que su vida era aquélla. Había dejado atrás su vida en Inglaterra. No tenía familia. No podía volver allí. Debía de salir adelante vendiendo lo único que tenía. El deseo de llorar se apoderaba de ella. Pero debía de ser fuerte. Por ella...Por Nicole...
Las pesadillas la acompañarían siempre. El dolor formaría parte de su vida hasta el día de su muerte. El amargo sabor que sentía en su boca cada vez que recordaba cómo se ganaba la vida debía de formar ya parte de su rutina diaria. Debbie era una superviviente. Debía de ser fuerte. Aunque le costaba trabajo.
FIN
[1] Nombre la segunda esposa y sobrina del emperador Claudio. Se hizo
legendaria por su lujuria y su insaciable apetito sexual.