viernes, 31 de enero de 2014

LOS OJOS LLENOS DE LÁGRIMAS

Hola a todos.
Hoy, me gustaría compartir con vosotros en este blog un cuento corto que escribí hace algún tiempo.
Se llama Los ojos llenos de lágrimas. 
No es una historia romántica, sino que se trata de una historia más bien dramática. Es más bien cortita.
Cuenta la historia de una mujer que ejerce como prostituta en un saloon y los recuerdos amargos que la acompañan.
Es una historia más bien triste, pero, aún así, espero que os guste.

                       LOS OJOS LLENOS DE LÁGRIMAS

                Corría un rumor acerca de Debbie: que era la esposa de un noble. Pero nadie se la creía porque la propia Debbie la contaba estando borracha. Henry Mackenzie era el hermano de Kimberly. Visitaba con frecuencia el saloon. Estaba casado. De momento, no tenía hijos. Sin embargo, se sentía atraído por Debbie. Le daba pena ver cuán bajo podía llegar a caer un ser humano. De haber querido ella, la habría ayudado. Si había perdido el juicio a raíz de la muerte de su marido y de su hijo, el alcohol la ayudaba a volverse cada día un poco más loca. Debbie inspiraba lástima y compasión.
            Henry había intentado hablar con ella en más de una ocasión. Pero Debbie huía de él como de la peste. De vez en cuando, la mujer entablaba relaciones con hombres que no le convenían. Zack Allan era el último de una larga serie de canallas que habían pasado por su vida. A Henry le recordaba mucho a su hermana Kimberly.
            Pensaba en el pasado. Debbie no estaba loca por el dolor y la pena. Los tiempos en los que aún no se emborrachaba hasta  perder el conocimiento ni permitía que un hombre la maltratase.
            Le habría gustado ser más mayor que ella. Haber viajado a Londres. Haberla conocido en el esplendor de su belleza. Haber hablado con ella. Debbie no estaba loca. Sólo era una mujer destrozada. Una mujer que no era feliz. Pero no era culpa de ella. La culpa la tenía la vida. Los demás…Alguien…Zack…Henry no lo sabía a ciencia cierta.

                 El saloon tardó mucho tiempo en tener aceptación. Debbie esperaba que el boca a boca sirviera para atraer a la clientela. Pero sólo atrajo a prostitutas que buscaban una madame. A pesar de que el local era un burdel, Debbie no quería tratar con ellas. Su trabajo se limitaba a servir cervezas y otras bebidas alcohólicas los clientes. Ellos la animaban a beber y a brindar por estupideces. No sabían que, en secreto, Debbie podía llegar a beber entre tres y ocho grandes jarras de cerveza. Siempre fue una mujer dotada de una belleza espectacular, pero su rostro se fue poco a poco amargando. Desapareció el brillo travieso de sus ojos color topacio para dar paso a una triste mirada. Era la rara noche en la noche en la que no terminaba borracha, vomitando sobre algún cliente que la abofeteaba o durmiendo medio desnuda encima de una mesa. Teniendo en cuenta que había estado casada con un conde, su situación actual la deprimía. Lo que más asco le daba era la posibilidad de acabar como una de ellas; antes, prefería arrojarse al Támesis que vender su cuerpo. El Támesis…Londres…¡Dios! ¡Cómo lo echaba de menos! Su ciudad…Su país…
            Había creado el local con la esperanza de ganar dinero sin tener que mendigar, robar o convertirse en una puta. No era gente rica la que iba por el saloon, sino más bien rateros y trabajadores con ganas de gastar el dinero ganado en bebidas y en putas. Era el polo opuesto a los locales a los que estaba acostumbrada a estar Debbie, pero no tenía dinero suficiente como para hacerlo más elegante. Le tocaba abrirlo todas las noches a las seis y media y cerrarlo todas las mañanas a las doce y cuarto, que era cuando terminaba de limpiarlo.
            Debbie vivía en una habitación alquilada encima del saloon. Odiaba aquella habitación. Y odiaba vivir allí.
Cuando decía que era condesa, los pocos clientes del saloon se reían de ella.
            Aún recordaba el breve período de tiempo que estuvo casada y lo mucho que amaba a su esposo. Habían sido muy felices y ella estaba segura de que él la amaba también.
            Al mirarse en los charcos de agua (pues no tenía espejos en su habitación), Debbie descubría una imagen de ella que le hacía daño: la imagen de una mujer de veintiocho años fea y amargada. Aún era joven, se decía. Sin embargo, en su fuero interno, Debbie tenía la sensación de haber vivido más de cien años y, a veces, se sorprendía así misma suplicándole a Dios que la llevara consigo. Su marido opinaba, antes de que se decidiera a pedir su mano, que tenía un temperamento un tanto descontrolado. No conocía el límite a la hora de actuar de cualquier manera. Su cabello castaño había perdido todo su brillo. No hacía mucho, tuvo la excusa perfecta para beber hasta perder el sentido cuando descubrió una hebra gris en su cabello, una señal inequívoca de que se estaba haciendo vieja. Sus ojos de color topacio, de forma almendrada y coronados por largas pestañas, ya no eran vivaces ni traviesos, sino tristes y apagados. Su cintura de avispa se había ensanchado un poco tras quedarse embarazada y dar a luz a su hijito. Era estrecha de caderas, lo cual había dificultado el parto, pero se recuperó bien del mismo. Su boca había perdido su sonrisa y su expresividad. Lo único que conservaba de la vieja Debbie era la nariz respingona. Sin embargo, no estaba gorda porque la penuria en la que vivía la hacía pasar muchas veces hambre y era raro el día en el que comía poco y se saltaba una o dos comidas.
            Antiguamente, Debbie usaba con mucha frecuencia y cierta gracia y desenvoltura elegantes vestidos tan escotados que le dejaban fuera los pezones. Ahora, sólo usaba vestidos que tuvieran el cuello cerrado, pues se moría de vergüenza cada vez que se enfrentaba a los clientes. ¡Y no digamos si iba escotada! Aún era hermosa y deseable a los ojos de cualquier hombre, pero Debbie no quería saber nada del género masculino, ni aún cuando estaba tan necesitada de dinero. El único hombre que había amado yacía muerto en algún lugar de sus antiguos dominios, los cuales, al no tener familia, habían pasado a manos de la Corona. Siempre había sido testaruda y valiente a la hora de enfrentarse a cualquier situación, pero toda su pasión por la vida, todo su ímpetu habían sido sepultados bajo un alud de tristeza y cobardía. Conocía a mucha gente que podía ayudarla. De hecho, fue a pedir ayuda a sus conocidos, pero ninguno quiso ayudarla. Fue entonces cuando Debbie se sumió en una profunda depresión de la que no había salido.
            Su desesperación había aumentado cuando supo que Nicole, que siempre tuvo un fuerte sentido del decoro, se había acostado con una docena de hombres a cambio de dinero para pagar el alquiler de la habitación. Había sido la guinda del pastel. A pesar de sus diferencias, Debbie adoraba a su prima y se le partió el corazón al saber que se acostaba con hombres a cambio de dinero. Nicole le había dicho que no era prostituta, pues sólo lo hacía de vez en cuando. Era atractiva y sabía cómo atraer a los hombres cuando le convenía. Lo hacía de vez en cuando y ponía la excusa de que lo hacía sólo cuando necesitaba el dinero con desesperación. La miseria había despertado en Nicole un feroz instinto de supervivencia y una astucia pícara que la ayudaba a salir adelante. Debbie fue testigo de la transformación de Nicole en una joven decidida y temeraria, capaz de matar llegado el caso con tal de no morirse de hambre, aunque lo estuviera lamentando el resto de su vida. Había usado la inteligencia para sobrevivir de una manera que le parecía indigna a Debbie y sólo se ponía seria a la hora de exigir a sus clientes que se pusieran preservativos hechos con tripas de cordero. Nicole, para disgusto de Debbie, había perdido buena parte de sus buenos modales. No se cortaba nada a la hora de decir tacos o eructar. Para atraer a posibles clientes, Nicole usaba como nombre de guerra su verdadero nombre y decía que, además de tener nombre de emperatriz romana, había aprendido de Mesalina[1] . La humillación final para Debbie llegaba cuando Nicole le entregaba la mitad del dinero que ganaba por acostarse con alguien para sufragar sus gastos en comprar comida y ropa y pagar el alquiler. Le repugnaba la idea de imaginar a un hombre follándose a su prima, mientras ésta se dejaba, con la mente puesta en otra parte, fingiendo tener un orgasmo sólo por darle gusto. Debbie no sabía lo que era tener un orgasmo. Había intentado ser una mujer sensual, pero su marido jamás le había proporcionado placer.
            Por supuesto, este dato jamás se lo había confesado a su marido, no sólo porque le daba vergüenza, sino porque temía su reacción al ver su orgullo herido, si bien él hacía poco por satisfacerla en el terreno sexual. Si bien, hubo un tiempo en que se vio tentada por dos atractivos caballeros a olvidar sus votos matrimoniales, Debbie supo mantenerse en su sitio. Era salvaje y apasionada en la vida, sí, lo admitía, pero en la cama, era fría; su primera vez fue dolorosa, sangró mucho y tuvo lugar en un lugar nada apropiado para esa clase de encuentros. Además, tampoco quiso hacerlo, pero dejó hacer a su entonces prometido con expresión despavorida. En cierto modo, Debbie le tenía pánico al sexo. Jamás se negó a acostarse con su esposo, pero rezaba todas las noches para que él no fuera a buscarla. Fingía pasión para no despertar su ira, pero lo que quería de veras era que todo aquello terminase lo antes posible. 
            Aquello no era vida, se repetía una y otra vez Debbie. Pensaba que era un sueño, un mal sueño. Pronto, despertaría y estaría de nuevo en la cama, con Harry. Tendrían a su pequeño y a la hija de él a su lado. Habían pasado tres años, pero Debbie se aferraba con desesperación a la idea de que estaba soñando y que no tardaría en despertar. No quería afrontar la realidad porque le era demasiado dolorosa.
-Odio este local-pensaba Debbie, refiriéndose al saloon. Recordaba el Club para Damas que fundó en Londres. Había sido una idea divertida. ¿Qué dirían sus viejas amigas de verla en aquella situación? Se escandalizarían. Y la repudiarían. La sociedad funcionaba de aquel modo-Odio ver a mi prima Nicole convertida en una ramera sin modales. Odio enfrentarme a gentuza todas las noches. ¡Odio esta vida!
            Sin embargo, lo que más destrozaba el corazón de la muchacha era contemplar a las mujeres que paseaban con su carrito de bebé, independientemente de si eran la madre o la niñera del mismo; le traía a la memoria recuerdos de su querido hijito al que seguía llorando todas las noches. Si hubiese vivido algo de la vieja Debbie en su interior, habría salido a buscar a los asesinos de su marido y de su hijo. Sabía disparar y, aunque le habría llevado su tiempo, se habría vengado de ellos. Sin embargo, no tenía fuerzas para nada y su vida se limitaba a beber, a llorar y a resignarse.
            Tarde o temprano, tendría que adaptar su moda de hablar a la de la gente que la rodeaba porque llamaba demasiado la atención; estaba segura de que los asesinos de su marido jamás irían a buscarla porque sólo habían sobrevivido tres mujeres y una niña, por lo que ya no constituían amenaza alguna.
            Hubo un tiempo en el que el carácter derrochador de sus padres y de su único forzó a Debbie a vivir en una casita que, si bien tenía todo lo necesario para hacer de ella un lugar habitable y cómodo, le parecía demasiado pequeña, pero la prefería antes que a su actual residencia con goteras. Y con ruidos de fondo en las habitaciones contiguas…
Antes, tenía un diario en donde escribía lo ocurrido durante el día y cómo se sentía, pero ya no tenía ni papel ni pluma, por lo que no podía escribir. Por las noches, cuando dormía en su casa, Debbie sufría todo tipos de pesadillas de las que se despertaba gritando. En todas las pesadillas se repetía la misma escena; una escena que Debbie, en su delirio, asociaba a aquella noche de horror, pero que nunca había tenido lugar. Los asesinos se colaban en su casa y ella intentaba huir, con su niño en brazos, pero uno de ellos la alcanzó y la golpeó varias veces hasta que la tiró al suelo; le arrancaba al bebé de los brazos y, con gran saña y sin atender a sus súplicas, lo apuñalaba hasta la muerte, ante su mirada horrorizada.
No tenía nada que vender, pues todos los vestidos y la gran mayoría de las joyas se quedaron en la casa. Nicole fue la que se encargó de empeñar las pocas  joyas que llevaban encima para poder comprarse algo de ropa y comida y conseguir un techo donde cobijarse. Debbie estaba en shock desde que huyeran de la casa de su marido y no era capaz de pensar por sí misma.
Lo único que sabía era que su vida era aquélla. Había dejado atrás su vida en Inglaterra. No tenía familia. No podía volver allí. Debía de salir adelante vendiendo lo único que tenía. El deseo de llorar se apoderaba de ella. Pero debía de ser fuerte. Por ella...Por Nicole...
Las pesadillas la acompañarían siempre. El dolor formaría parte de su vida hasta el día de su muerte. El amargo sabor que sentía en su boca cada vez que recordaba cómo se ganaba la vida debía de formar ya parte de su rutina diaria. Debbie era una superviviente. Debía de ser fuerte. Aunque le costaba trabajo. 


FIN



[1] Nombre la segunda esposa y sobrina del emperador Claudio. Se hizo legendaria por su lujuria y su insaciable apetito sexual. 

2 comentarios:

  1. Uy pobrecita, adore esta historia. Te mando un beso y buen fin de semana

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    Respuestas
    1. Hola Citu.
      Me alegro muchísimo de que te haya gustado.
      Te deseo que pases un feliz fin de semana.
      Un fuerte abrazo.

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